Los clásicos son clásicos porque perduran en el tiempo y eso es lo que le sucede a “Si yo fuera mayor…”, un libro que fue publicado por primera vez en 1965 y que en 2016 reeditó la editorial Silonia. Sus autores, la escritora húngara, Éva Janikovsky, y el ilustrador también húngaro, László Réber, formaron un tándem único que se convirtió en uno de los mejores exponentes de la literatura infantil y juvenil de su país en la segunda mitad del sigo XX.
“Si yo fuera mayor…”, narrado en primera persona por la voz de un niño, cuestiona de manera muy sarcástica el papel represor de los adultos, esos seres insistentes que viven reprendiendo y dando órdenes a los más pequeños hasta doblegarlos.
Este pequeño observador parte de dos máximas: una que nadie podría refutar: “ser travieso es más divertido que ser bueno”; y otra que los adultos cuestionaríamos porque nos resulta difícil verla desde la óptica de un niño, y es que ser mayor es mucho más divertido que ser pequeño. ¿Por qué? Porque el adulto es libre de hacer muchas cosas que el niño no puede, como vestir lo que le apetece o ver los programas de televisión más interesantes, esos que, cuando yo era pequeña, marcaban con dos rombos.
En esa idealización de la edad adulta donde todo se puede, el narrador se imagina qué hará él cuando sea grande. Pero, claro, cuando sea adulto no hará lo que hacen (debería decir hacemos) los adultos, sino todo aquello que siendo niño desearía hacer y no le dejan: comer chocolate antes del almuerzo, jugar a la pelota en el salón, sentarse sobre las rodillas o pasar una mano con guantes blancos por todas la verjas de la ciudad. Cuando él y su esposa sean grandes no solo ellos disfrutarán de esa libertad sino también sus hijos que se pasarán el día jugando con los padres, siempre que respeten ciertas normas: no pelearse, ni llorar ni alcahuetear.
Si el texto es una maravilla, las ilustraciones a lápiz, con trazos casi infantiles y una paleta de colores en su mayoría primarios, son una delicia. ¿Y qué decir de las guardas rayoteadas como el dibujo de un niño? ¿Y de la tipografía de distintos tamaños y estilos que vuela por las páginas? Una edición muy cuidada, de tapa dura, de esas que una no puede dejar de acariciar.
Un libro que todos los adultos deberían leer porque nos cuestiona ese niño que llevamos dentro y que a veces aparece demasiado dormido. Eso sí, una advertencia: una vez se lo has leído a tus hijos, estás perdida porque te recordarán cada día de tu vida: “te pareces a los adultos de ese libro que me lees todas las noches”.